lunes, 3 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (21)



Ezer era igual que todas, con sus edificios altos y sus barrios periféricos, los mismos coches sobre el mismo asfalto, daba igual que distasen quinientos o mil o mil quinientos kilómetros unas de otras, tal vez unas con playa y otras no, un poco más de calor o un poco menos, pero en esencia la gente parecía la misma. Sin embargo ésta era más grande, parecía imposible abarcar todos los rincones que la conformaban. Martaux y aún más Mazur parecían hijas de Ezer; aquí los edificios se quedaban más cerca del cielo y la miseria más cerca del suelo, podía uno perderse sin miedo a cruzar por el mismo sitio en meses, incluso años. Era la madre de las ciudades, y como a todas las madres las hijas se le parecían, pero más jóvenes. Lo que caracterizaba a Ezer era la impersonalidad, flotaba en el aire, las personas no tenían nombres, solo lo tenían las calles, los edificios y los luminosos de neón de las noches bulliciosas en los barrios del pop maculado. Parecía imposible que alguien se encontrase a un conocido por la calle sin haber previsto encontrarse con él. Alguno la llamaba “la ciudad de los sueños perdidos”, porque en sus cubos de basura descansaban muchas de las esperanzas que tendrían que haber cambiado el mundo y  se habían quedado en el intento, cansadas de la búsqueda y sin un centavo en el bolsillo habían terminado con sus huesos durmiendo sobre la acera, tal vez, seguramente, en el cartón de al lado.
            A veces solía andar por ahí. Me gustaba recorrer las calles desconocidas y ver esquinas nuevas, casi siempre solo porque el tiempo discurriese más rápido, aunque cuando el tiempo no depende de la rapidez de los pasos lo que menos importa es la velocidad de los pies porque siempre se vive en la intemporalidad; sin meta el sentido del recorrido se convierte en absurdo. Era algo que había aprendido con el paso de los días, no importaba qué calles hubiese visto ni el tiempo que hubiese empleado en ello, al final volvía al mismo lugar con la misma perspectiva de futuro, era como si caminase en una recta infinita a través del vacío, siempre estaría en el mismo punto. Sin embargo lo circundante parecía evolucionar lentamente, podía observar cómo ciertas cosas cambiaban con la discreción de la que solo pueden hacer gala las grandes damas; el pasar las horas en la total inactividad había hecho de mí  un observador de puntillosa percepción, y es que cuando uno no puede vivir su vida al menos intenta vivir un poco de la de los demás. Y eso hacía yo, introducirme con la imaginación en la conversación que emanaba de los labios de alguna pareja al otro lado del cristal que separaba la cafetería de la calle, observar cómo una mano buscaba en un paquete rojo medio escondido un cigarrillo rubio para acercárselo a la boca mientras ofrecen fuego con un mechero de metal y después sonreírle el gesto atento, o tal vez mirar a la señora que siempre estaba sentada dentro del quiosco vendiendo periódicos, o revistas, o tebeos, o las golosinas de plástico y chocolate por un par de pequeñas monedas. Todo aquello me recordaba a veces a los días de vídeo continuo, matar las horas soñando vivir dentro de aquella pequeña pantalla que no era sino una ficción de celuloide y vanas esperanzas, abrazar a la chica que habría de besarme. Sin embargo siempre había algo que separaba, antes la pantalla, ahora todo un abismo infranqueable. Y es que podía verlo, nunca sin término medio, unos ojos de asco, de odio ( extraño sentimiento para un descogido), de pena, misericordia o caridad, curiosa palabra de la que ya perdí su sentido, y pasar de largo, siempre de largo, con los tacones negros diciéndote adiós.
            Ezer era igual que todas. ¿Acaso podía haber sido de otra forma? No, eso era algo evidente, hasta parecía ridículo poder planteárselo de otro modo. Lo había pensado muchas veces, tal vez en otra ciudad la suerte hubiese encontrado el norte en medio de la tormenta, pero el mero pensamiento de una posibilidad mejor a la realidad solo producía una extraña sensación de desasosiego que inflamaba el pecho de penumbra, de una mayor penumbra que la ya existente. No, era mejor no pensar en castillos de arena ni espiar a la mano del cigarro del paquete rojo, ni siquiera andar nuevas calles por las rectas infinitas del vacío, parecía doler menos dormir dentro de un cartón de vino.



            - ¿Por qué nunca me lo dijiste?
            - Porque nunca me lo preguntaste.
            La respuesta parecía lógica, sin embargo no era lo suficientemente convincente.
            - Esas cosas no se preguntan, además, no lo sabía ¿Cómo querías que te lo preguntase?
            La mirada de Isaac parecía imprimir fuerza a su argumento irrebatible. Busqué las palabras que necesitaba pero que no existían, así que desistí del intento de cualquier juego dialéctico como subterfugio.
            - No quería decírselo a nadie, no quería por nada del mundo que Xania se enterase, la quería demasiado como para permitirme el lujo de perderla.
            - ¿Tanto la querías que te fuiste con la vecina? Esa se había ido con la mitad de la ciudad. ¿Y querías que no se enterase? Pareces idiota, haberte ido con cualquier otra, ¡Pero con la vecina!
            - Calla joder, no me lo recuerdes.
            Cogí la botella que había dentro de la bolsa de plástico y la abrí quitándole el tapón. Necesitaba un trago, siempre ayudaba a digerir un momento incómodo. Ahora su mirada me observaba de forma inexpresiva, como ausente, era como si se perdiera dentro de mí a me hubiese traspasado para marcharse lejos.
            - ¿Y para contarme eso has necesitado casi dos años? - preguntó finalmente.
            - A uno nunca le gusta divulgar sus errores. Todo empezó cuando salía a la ventana desnuda y se quedaba mirándome...
            - ¡A mí también me hacía lo mismo y no me fui con ella!
            - Sí, pero tu eres..., el caso es que el día de nochebuena ¿Te acuerdas? Cuando se rompió la escayola, yo me marché antes andando para dejaros el coche para traer a Bormano. Fue por el camino, antes ya la había visto en algún bar bailando y mirándome, entonces, cuando iba para casa intentando mantenerme en pie, apareció ella por la otra acera y se acercó a mí, después comenzamos a hablar y me invitó a un café en su casa; solo un café, pensé, no es nada malo y luego me marcho, pero una cosa lleva a la otra y bueno, prefiero ahorrarte los detalles.
            - Por eso llegaste más tarde que nosotros a casa - puntualizó haciendo memoria.
            El comentario cayó al silencio al que dio lugar la conclusión del relato. No quería hablar más de ello, no quería volver a recordar algo que todavía me provocaba una desagradable sensación, y sobre todo recordar esa desagradable sensación que provenía de algo que hace ya tiempo resultaba absurdo por no tener sentido. Sin embargo, por primera vez en dos años pude sentir cómo el extraño peso que oprimía mi cabeza cada vez que lo recordaba se iba evaporando lentamente hasta desaparecer por completo, era como si ahora la carga fuese de Isaac y tuviese que soportarla él. Parte de mi conciencia se había quedado tranquila y para celebrarlo vacié un cuarto de la botella de un trago, la garganta carraspeó un momento pero tras un breve instante puede volver a juntar los labios. Isaac parecía dubitativo.
            - ¿Y por qué me lo dices ahora? - preguntó.
            - ¿El qué?
            - Lo de la vecina, no lo entiendo - respondió extrañado.
            - Supongo que será porque ya me da igual que se sepa, nada cambiará porque lo sepa alguien más aparte de mí.
            Isaac esbozó un amago de sonrisa sarcástica.
            - Creo que hace mucho tiempo que da igual que se sepa, nada hubiese cambiado, a nadie le importaba.
            - A nadie no, a mi me importaba todavía.
            Isaac parecía estar inmóvil con la vista clavada en un suelo que no distaba apenas veinte centímetros de su cara. Sin embargo de su delgado cuerpo surgió una voz tenue.
            - Tú ya no eres nadie, ni yo tampoco, a nadie le hubiese importado que lo hubieses dicho antes.
            Y esta vez fue él el que cogió la botella y le dio un buen trago. Me levanté del suelo e intenté coordinar unos pasos coherentemente, pero mi cuerpo ya no reaccionaba sincronizado a los impulsos de mi mente. Isaac con la botella en la mano me miraba, podía sentirlo sobre mi espalda, cómo clavaba su mirada sobre ella siguiendo su rumbo. Me giré pero no era cierto lo que había imaginado, solo su botella en la mano concordaba con la ilusión creada, simplemente miraba un suelo que seguía a veinte centímetros de su cara con la vista clavada muy lejos de él, mucho más profundo, tal vez en el infierno. Parecía una estatua. Parecía muerto. Sin embargo solo dormía con los ojos abiertos, como un fantasma. Miré la botella medio vacía que tenía en la mano, era la última de las dos botellas y no quería que se rompiese, prefería terminarla yo mismo, intenté acercarme hacia ella pero tropecé con algún obstáculo invisible cayendo pesadamente contra el suelo. La baldosa estaba fría y sucia de polvo, la luna en el cielo encima de las luces. Miré la botella desde el suelo y moví la pierna derecha dos o tres centímetros hacia la pierna izquierda. Luego me dormí.



            Al despertarme levanté la cabeza y algunos giraron la cabeza para observarme mientras pasaban sin detenerse, otros no. Conseguí levantarme y comencé a caminar hacia cualquier lugar donde no hubiese nadie, quería estar solo. Mientras buscaba ese lugar todo el pensamiento giraba entorno a Isaac, no entendía cómo había podido marcharse dejándome tirado en medio de la acera, solo sé que había desaparecido otra vez, seguramente se había despertado y se había marchado sin mirar siquiera cómo estaba. Me resultaba irónico, casi sarcástico, el pensar que había estado tirado en la acera toda la noche y parte de la mañana sin que nadie hubiese reparado en mi situación, era como si sobre la acera solo hubiese habido una caja de cartón o una mierda de perro, podría haber estado muerto y todo hubiese seguido rodando de la misma forma, no por ello alguien hubiese aminorado el paso de su marcha y mucho menos se hubiese detenido. Yo tampoco. Me dolía la pierna derecha un poco, lo que hacía que cojease levemente de esa pierna. Por fin encontré un lugar un poco más apartado y me senté en un banco, el sol ya estaba bastante alto en el cielo azul y a esa hora emitía sus rayos fugaces de invierno, aunque no hacía calor. Seguía sin entender cómo Isaac no había hecho nada por mí; en los días pasados había escuchado tantas veces que me quería, entre besos en el cuello y en los labios, con la mano bajando por la espalda en su recorrido de caricia continua, que incluso había creído que podía ser cierto. Y tal vez lo fuese, no lo sé ni lo sabía entonces, en los dos últimos años nuestro comportamiento había sido tan voluble que los acto y los pensamientos se habían desdibujado en una mezcolanza extraña y difusa. Decía quererme, y sin embargo muchas veces había demostrado lo contrario, una forma extrañamente sutil de demostrar ciertos sentimientos; aunque por otra parte había sido el único punto de apoyo en el mismo tiempo. El amor, el odio, la amistad y la indiferencia en muchos momentos nos habían forjado una unión casi indisoluble. Todavía recordaba cómo le había intentado curar la herida, los meses de decadencia hasta llegar al agujero más profundo, la pérdida del coche que conseguí a base de kilos de chatarra y las noches donde los tres, él yo, y la botella habíamos acabado haciendo círculo alrededor de una música inexistente. De todas formas no era la primera vez que desaparecía, ya lo había hecho anteriormente y lo volvería a hacer. No lo necesitaba, ni a él ni a sus besos borrachos en ginebra; ni lo quería ni me atraía, nunca lo había hecho ningún hombre y mucho menos él, no quería volver a sentir sus manos sobre mi piel de nuevo, con las manos sucias de mugre, casi tan sucias como mi propia piel; y sin embargo podía percibir que todo aquello era un peso más ligero que el de mi propia soledad, el mero hecho de pensar en una soledad tan absoluta ya me inquietaba, y aunque ya me sentía como un perro vagabundo todavía necesitaba el espejismo que imitase la ilusión de una compañía. Era la única persona que todavía mantenía la mirada en mí durante más de un segundo antes de girar la cabeza y seguir caminando, mejor algo que nada.
            Finalmente me levanté del banco y me marché hacia cualquier parte, daba igual la dirección porque todas conducían al mismo sitio. Dediqué la mayor parte del día a dicha labor, pensar con los pies no costaba esfuerzo mental, solo físico, ayudaba a no pensar. Cuando anocheció decidí ir a la esquina de color rosa, al banco de siempre, y allí, fuese la casualidad o el destino, estaba Isaac escribiendo bajo la luz de la farola como hacía habitualmente; entonces me di cuenta, como si durante todo el día lo hubiese pretendido esconder de mi conciencia, que los pasos habían recorrido todos los lugares donde lo podría haber encontrado hasta llegar al último lugar, como si la peregrinación hubiese dado término frente al altar que él significaba. Al acercarme levantó la vista y me miró despacio, buscó algo dentro de una bolsa que tenía al lado y de ella sacó una manzana ofreciéndomela. Dudé un instante, observándole, pero ante la insistencia de mi estómago solo pude cogerla y morderla. Era lo único que había comido en todo el día. Mientras comía la manzana en silencio buscaba las palabras que quería decirle a Isaac, la explicación a su comportamiento, pero Isaac terminó antes de escribir y aclarando la voz comenzó a leer.
            - Dice un viejo proverbio oriental que no le importa al jardinero cuántas veces se pinche con las espinas si la rosa que florece en su jardín es hermosa. Sin embargo todo depende del tamaño de las espinas y del dolor que produzcan, la belleza de la rosa puede no compensar siempre dicho dolor. Ello va en relación a la consideración de la belleza como un bien imprescindible o como un valor absoluto. Si se la considera un bien imprescindible puede suceder que el dolor de la espina sea superior a dicha belleza, por lo que aunque necesaria para la supervivencia del jardín la rosa podrá ser cortada perdiendo su sentido la existencia del jardinero. Por el contrario, si dicha belleza es un valor absoluto ningún dolor podrá ser lo suficientemente grande como para superar a dicha belleza, por lo que la rosa permanecerá en el jardín como la roca ante la ola que la devora, entonces la sola presencia de la rosa aliviará el dolor de las espinas y la existencia del jardinero seguirá manteniendo su sentido.
            Isaac acabó de leer y me sonrió, luego me besó suave y largamente en los labios. Le miré aturdido, era como si con el beso hubiese robado la palabras de mi boca; todo lo que quería decirle se había desvanecido de repente.
            - ¿Dónde te habías metido? - pregunté al fin tontamente.
            - Por ahí. ¿Y tú? - respondió.
            - Por ahí, ya sabes.
            Quería decirle muchas cosas, y se las hubiese dicho, durante el día había ido formando en la cabeza todo aquello que debía expulsar sobre Isaac y que antes o después habría de hacerlo. Sin embargo tras escucharle algo había cambiado, y es que todavía albergaba la duda de saber si su compañía era un bien imprescindible o un valor absoluto.

poesía 329



Volver a nacer
Es el sueño de todo ser humano
Que conoce lo efímero
De todo lo que está en su mano.
O no morir.
Quizás el amor
No sea lo que nos hace grandes,
Sino el hambre
De no pasar en balde
Lo mejor
Que tenemos.
Casi lo único que tenemos.
El tiempo.
Bendito al que llaman loco
Por ser diferente,
Aunque sea un poco,
Del resto de la gente.
La normalidad
Es la mayor anormalidad
Que conozco.
Y la mejor apisonadora
De nuestras ansias de libertad.
Por eso,
Por ahora,
Llamadme loco si queréis
¡Gritadme loco!
Recordadme mi locura,
Que en ella debe estar
Mi voluntad
Y el antídoto a la amargura.

domingo, 2 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (20)



                                               Me has puesto entre los derrotados. Sé bien
                                               que no ganaré, que no podré dejar la partida. ¡Me echaré
                                               en la charca, aunque no sea más que para irme al fondo!
                                               ¡Jugaré al juego de mi propia ruina!

                                             Apostaré cuanto tengo; y cuando haya perdido lo                                                                                     último, me pondré a mí mismo. Entonces, ya arruinado del
                                              todo, habré ganado.

                                                                                                          R. Tagore




            Separé mis labios de su boca para acercarlos a la botella y darle un buen trago. Hacía frío y quizás la mala ginebra podría quitármelo momentáneamente. En el callejón unas raquíticas farolas intentaban sin conseguirlo iluminar lo poco que había de iluminable. Un perro cruzó  a nuestro lado oliéndome la cabeza para luego marcharse a otra parte. Había bastante silencio, roto solamente por el paso fugaz de algún coche que en la calle paralela cruzaba ajeno. Miré alrededor, un par de cubos de basura y unas cuantas bolsas esparcidas por el suelo eran los únicos muebles que la poblaban. Volví a besarle, seguía teniendo los labios fríos y llagados. Se levantó y comenzó a andar lentamente, cojeando de su pierna derecha, se giró hacía mí e intentó sonreír, pero su rostro solo mostró una mueca mal formada que a duras penas podía expresar algo. Lo poco que quedaba dentro de la botella lo apuré de un trago largo. Daba igual, más, menos, una vez que el círculo se cerraba lo trivial era intentar buscar el fin. Intenté buscar en la memoria algo que recordara un suceso semejante, un hermano lejano del momento que estaba viviendo, pero no había nada. Sentí una extraña sensación en el estómago y me eché a un lado para vomitar, luego volví a mi posición inicial tumbándome sobre la sucia acera. Al cerrar los ojos la imagen difuminada anterior se detuvo por un momento en un plano fijo antes de retomar la misma imagen en la oscuridad de los ojos cerrados. Quería dormir, cuánto antes mejor, olvidar el dolor del cuerpo y la duda de la mente, no quería tener que pensar, intentar encontrar algún tipo de punto de apoyo donde poder agarrarme sin quemarme las manos. En un gesto inconsciente, como sin querer, abracé la botella vacía contra mi cuerpo y me dormí sin poder soñar con nada.
            Al despertar estaba solo, Isaac se había marchado a alguna parte, ya volvería. Miré la botella vacía que todavía tenía sobre el pecho y la tiré contra el cubo de la basura sin conseguir alcanzarlo. Sentí un extraño sabor en la boca que ya me era familiar, busqué en alguna bolsa cualquier cosa que poder introducirme en el estómago, pero esta vez no hubo suerte y decidí caminar. La resaca se había alojado omnipresente en mi cabeza y el estómago pedía a gritos algo que engullir, no había ni una mala botella que pudiese hacer olvidar el malestar físico que abotargaba mi cuerpo y lo abarrotaba. Aquel era un barrio poco conocido, eran casas de tres o cuatro pisos, de fachada sucia, un poco grisácea, donde muchas de las paredes estaban pintadas con graffitis de llamativos colores. Por suerte pude encontrar algo que comer, siempre había algo aprovechable donde parecía no haber nada. A veces esto me hacía recordar aquello que al principio en Martaux, cuando conocí a Isaac, me contó sobre “sin patillas”, aquel individuo que hacía escultura con la basura porque no tenía dinero para hacerlo con otra cosa, “el arte del desperdicio” le gustaba llamar a Isaac; ahora yo también sabía que de ahí se podía sacar algo más imprescindible.
            Con algo en el estómago y con la cabeza más despejada pude comenzar a recordar pequeños fragmentos de la noche anterior; miré al cielo y observé que continuaba igual de azul que el día pasado cuando lo había mirado, poco antes de que en mi cabeza se hiciera de noche y ya casi todo fuera oscuro, Isaac se acercó hasta el límite de mi cuerpo y me traspasó sin preguntar por la frontera que había perdido todo el sentido de la realidad desdibujándose. Qué más daba, en un descuido había esbozado casi ininteligiblemente en un susurro algo semejante al amor o la amistad, o a la soledad (a veces se parecen tanto), y entre los grados de alcohol su aliento había penetrado en mi boca formando un todo compacto de ginebra. Todo lo demás vino por inercia, una sucesión para encontrar la respuesta adecuada a la pregunta, el hecho de que me la hiciese ya me resultaba extraño y requería su tiempo. ¿Realmente podía ser cierto? No lo sé, la duda era lo único cierto. Ahora se veía claro, todos estos años no habían sido más que un tupido velo al miedo del qué dirán, que dirá, y qué importaba si en Martaux era lo habitual, uno más no habría sido la excepción en la casa. De hecho, desde aquel día en que había sorprendido a Serban y Yerkari dentro de aquella cama los pocos prejuicios que había podido tener acerca de la homosexualidad se habían disipado por completo; sin embargo nunca había ni siquiera imaginado que yo pudiese hacer algo parecido. Ahora se veía claro por qué Isaac no había estado con ninguna mujer en Martaux, todo este tiempo rodeado de un silencio solitario, él, que siempre había sido indiferente a la opinión de la gente, pasivo ya de casi todo y olvidado por lo restante. ¿Y yo? Uno más entre la más absoluta nada de la sociedad, despreciándonos recíprocamente, ella y yo, yo y ella, luchando por seguir en la derrota inamovible de la posición que ocupaba, literalmente al lado del cubo de la basura. ¿Qué había sido de los sueños? También ellos parecían algo casi olvidado por el peso de la dejadez, la idea obsesiva del último año circundando incesantemente alrededor de las orejas que ocupaba el tiempo muerto de mi cerebro a todas horas. Sin embargo era curioso, llegaba en un momento en que todo aquello parecía perder la importancia que en un principio debía tener para convertirse solo en una elucubración mental mecánicamente repetida. ¿Qué importaban mis sueños? ¿Qué importaban todas las historias, pasadas? ¿Qué importaba que Isaac me besase, me hiciese el amor, me acariciase como a su amante? Todo parecía mejor que estar solo.



            - Creo que me di cuenta cuando tenía quince o dieciséis años, sobre todo en determinados momentos, los amigos hablaban de chicas del barrio como si fuesen cuerpos donde meter una polla, y yo sinceramente, las miraba y no les encontraba ese atractivo del que hablaban. Aquello me extrañaba y me preocupaba, yo también quería que me gustasen las chicas y hacer con ellas todo lo que decían que hacían. La verdad es que era un tema que nunca me lo había planteado hasta que los demás no lo empezaron a hacer a todas horas, miraba a las chicas e intentaba que me gustase la más guapa de ellas. Sin embargo el que comenzó a gustarme fue un chico de la cuadrilla, tenía unos ojos oscuros como la noche, era precioso. Aquello fue el detonante que hizo estallar mi cabeza, donde yo me movía era inadmisible que a un chico le gustase otro, era algo impensable, por eso comencé a pensar que la naturaleza me la había jugado, que era un producto defectuoso y que cualquier cosa que me pudiese suceder me estaría bien empleada por desgraciado. Comencé a obsesionarme con todo eso hasta dejar mi autoestima a cero dando círculos viciosos. Fue entonces cuando toqué fondo, todo me daba igual, y fue entonces cuando todo comenzó a cambiar. Por fin viajé hacia lo indefinible, me perdí en la abstracción para intentar encontrarme conmigo mismo, buscando en lo recóndito. Ahí nací, caminando en los círculos viciosos sin llegar al mismo sitio porque apenas se mueve, y fue ahí donde quizás lo encontré, en medio de la circunferencia, solo era cuestión de evitar las fronteras. Escarbé donde no me atrevía porque la ausencia de color no dejaba ver, fue un salto hacia delante pensando en nada, y luego solo flotar. Hay veces donde se debe hacer lo opuesto a lo razonable, conocí los rincones explorándolos y luego los abandoné para encontrar rincones nuevos donde poder arrastrarme sin prejuicios. Era como el humo, todo niebla, todo denso, impenetrable hasta la muerte, buscar la puerta y cruzarla sin importarte el pasado que no puede alcanzarte, que intentas que no pueda alcanzarte y espíe tus movimientos. Fue un viaje extraño, desnudo, sin equipaje para ir más ligero y más desconocido hacia eso desconocido donde nos conocemos todos en nuestra parte más oscura. No es fácil, me costó, de verás, bucear dentro no es como nadar fuera, la superficie puede esconder el dolor debajo e incluso ayudarte a respirar, pero dentro nada puede refujiarte de las heridas que más intimidan a nuestros sentimientos y mucho menos a nuestro subconsciente disfrazado de impurezas. Al final del salto encontré la verdad, el viaje hacia lo indefinible se materializó en la concreción de la realidad realizada y temida; tal vez lo que más me dolió fueron las lágrimas, verlas caer sobre las manos abiertas e impotentes ante el miedo. Con el tiempo el dolor se asimila y acaba reciclándose en la aceptación, luego termina siendo lo que debe ser, amor y placer. Te puedo asegurar que asumir que era homosexual me llevó su tiempo, de todas formas una vez asumido me quedé más tranquilo. Sin embargo para ocultarlo decidí ligarme a unas cuántas chicas, y así fue como cogí fama de ligón.
            Me sonrió y me besó. Resultaba extraño, aquello que había escuchado me parecía familiar, era como si volviese a la mente algo que había soñado hacía tiempo. Intenté sonreírle pero solo acerté a coger la botella y darle un buen trago, esta noche haría frío también y quería olvidarlo pronto. Isaac parecía feliz, me acariciaba el pelo y callaba perdiéndosele la mirada más allá de las baldosas. Hacía una semana aproximadamente que Isaac me acariciaba el pelo y me besaba los labios, parecía que aquello le tranquilizaba y le daba una mayor energía para intentar seguir adelante. A mí me daba igual.
            - ¿Qué día es hoy? - le pregunté por decir algo.
            - No lo sé, creo que es Martes.
            Quizá tuviese razón, tal vez hoy fuese Martes, aunque tampoco recordaba que el día anterior hubiese sido Lunes.
            - ¿Por qué lo preguntas?
            - Por nada, solo quería saber si había perdido la cuenta - respondí indiferente.
            - ¿Y la habías perdido?
            - No lo sé, simplemente no me acuerdo.
            Isaac se levantó y dio unos pasos apoyando el mayor peso sobre la pierna izquierda, se acercó al escaparate que tenía enfrente y se miró, la luz derrapaba sobre el cristal reflejándose la imagen, se quedó unos momentos observándose y volvió hacia el lugar donde me encontraba.
            - ¿Te duele hoy la pierna?
            - Un poco menos que ayer, ya sabes que cuando cambia el tiempo me duele, y hasta que no pasan unos días el dolor no disminuye un poco - dijo tocándose la pierna con las dos manos y presionándose con ellas sobre el muslo.
            - Fue mala suerte que te dieran en la pierna.
            - Peor suerte tuvieron los otros tres; ahora solo quisiera coger al cabrón del chino que nos metió aquí y matarlo poco a poco - murmuró Isaac con el mismo tono con el que siempre hablaba de aquel fatídico día.
            El tiempo había hecho que todo hubiese sido analizado mil veces, todos los detalles habían ido encajando en el puzzle hasta quedar solamente unas pocas piezas por colocar, sabíamos desde el comienzo que fue Lio Lin quien nos había vendido, lo que nunca habíamos podido comprender era por qué lo había hecho, al final habíamos llegado a la conclusión de que posiblemente la policía lo había cazado y había acordado con ellos nuestro pellejo, y aunque estábamos seguros de ello tampoco teníamos la certeza. El tiempo también había calmado el tono en la voz de Isaac, ya no era rabioso, acaso opaco y cenizo, pero el brillo de sus ojos parecía más intenso que antaño. Era como si su venganza todavía se alimentase de utopías, sin embargo de sobra sabíamos los dos que nunca podríamos tomarnos la revancha que deseábamos. De todas formas eso tampoco haría que Bormano, Serban y Yerkari volviesen a caminar.