Ezer era igual que todas,
con sus edificios altos y sus barrios periféricos, los mismos coches sobre el
mismo asfalto, daba igual que distasen quinientos o mil o mil quinientos
kilómetros unas de otras, tal vez unas con playa y otras no, un poco más de
calor o un poco menos, pero en esencia la gente parecía la misma. Sin embargo
ésta era más grande, parecía imposible abarcar todos los rincones que la
conformaban. Martaux y aún más Mazur parecían hijas de Ezer; aquí los edificios
se quedaban más cerca del cielo y la miseria más cerca del suelo, podía uno
perderse sin miedo a cruzar por el mismo sitio en meses, incluso años. Era la
madre de las ciudades, y como a todas las madres las hijas se le parecían, pero
más jóvenes. Lo que caracterizaba a Ezer era la impersonalidad, flotaba en el
aire, las personas no tenían nombres, solo lo tenían las calles, los edificios
y los luminosos de neón de las noches bulliciosas en los barrios del pop maculado.
Parecía imposible que alguien se encontrase a un conocido por la calle sin
haber previsto encontrarse con él. Alguno la llamaba “la ciudad de los sueños
perdidos”, porque en sus cubos de basura descansaban muchas de las esperanzas
que tendrían que haber cambiado el mundo y
se habían quedado en el intento, cansadas de la búsqueda y sin un
centavo en el bolsillo habían terminado con sus huesos durmiendo sobre la
acera, tal vez, seguramente, en el cartón de al lado.
A veces solía andar por ahí. Me gustaba recorrer las
calles desconocidas y ver esquinas nuevas, casi siempre solo porque el tiempo
discurriese más rápido, aunque cuando el tiempo no depende de la rapidez de los
pasos lo que menos importa es la velocidad de los pies porque siempre se vive
en la intemporalidad; sin meta el sentido del recorrido se convierte en
absurdo. Era algo que había aprendido con el paso de los días, no importaba qué
calles hubiese visto ni el tiempo que hubiese empleado en ello, al final volvía
al mismo lugar con la misma perspectiva de futuro, era como si caminase en una
recta infinita a través del vacío, siempre estaría en el mismo punto. Sin
embargo lo circundante parecía evolucionar lentamente, podía observar cómo
ciertas cosas cambiaban con la discreción de la que solo pueden hacer gala las
grandes damas; el pasar las horas en la total inactividad había hecho de
mí un observador de puntillosa
percepción, y es que cuando uno no puede vivir su vida al menos intenta vivir
un poco de la de los demás. Y eso hacía yo, introducirme con la imaginación en
la conversación que emanaba de los labios de alguna pareja al otro lado del
cristal que separaba la cafetería de la calle, observar cómo una mano buscaba
en un paquete rojo medio escondido un cigarrillo rubio para acercárselo a la
boca mientras ofrecen fuego con un mechero de metal y después sonreírle el
gesto atento, o tal vez mirar a la señora que siempre estaba sentada dentro del
quiosco vendiendo periódicos, o revistas, o tebeos, o las golosinas de plástico
y chocolate por un par de pequeñas monedas. Todo aquello me recordaba a veces a
los días de vídeo continuo, matar las horas soñando vivir dentro de aquella
pequeña pantalla que no era sino una ficción de celuloide y vanas esperanzas,
abrazar a la chica que habría de besarme. Sin embargo siempre había algo que
separaba, antes la pantalla, ahora todo un abismo infranqueable. Y es que podía
verlo, nunca sin término medio, unos ojos de asco, de odio ( extraño
sentimiento para un descogido), de pena, misericordia o caridad, curiosa
palabra de la que ya perdí su sentido, y pasar de largo, siempre de largo, con
los tacones negros diciéndote adiós.
Ezer era igual que todas. ¿Acaso podía haber sido de otra
forma? No, eso era algo evidente, hasta parecía ridículo poder planteárselo de
otro modo. Lo había pensado muchas veces, tal vez en otra ciudad la suerte
hubiese encontrado el norte en medio de la tormenta, pero el mero pensamiento
de una posibilidad mejor a la realidad solo producía una extraña sensación de
desasosiego que inflamaba el pecho de penumbra, de una mayor penumbra que la ya
existente. No, era mejor no pensar en castillos de arena ni espiar a la mano
del cigarro del paquete rojo, ni siquiera andar nuevas calles por las rectas
infinitas del vacío, parecía doler menos dormir dentro de un cartón de vino.
- ¿Por qué nunca me lo dijiste?
- Porque nunca me lo preguntaste.
La respuesta parecía lógica, sin embargo no era lo
suficientemente convincente.
- Esas cosas no se preguntan, además, no lo sabía ¿Cómo
querías que te lo preguntase?
La mirada de Isaac parecía imprimir fuerza a su argumento
irrebatible. Busqué las palabras que necesitaba pero que no existían, así que
desistí del intento de cualquier juego dialéctico como subterfugio.
- No quería decírselo a nadie, no quería por nada del
mundo que Xania se enterase, la quería demasiado como para permitirme el lujo
de perderla.
- ¿Tanto la querías que te fuiste con la vecina? Esa se
había ido con la mitad de la ciudad. ¿Y querías que no se enterase? Pareces
idiota, haberte ido con cualquier otra, ¡Pero con la vecina!
- Calla joder, no me lo recuerdes.
Cogí la botella que había dentro de la bolsa de plástico
y la abrí quitándole el tapón. Necesitaba un trago, siempre ayudaba a digerir
un momento incómodo. Ahora su mirada me observaba de forma inexpresiva, como
ausente, era como si se perdiera dentro de mí a me hubiese traspasado para
marcharse lejos.
- ¿Y para contarme eso has necesitado casi dos años? -
preguntó finalmente.
- A uno nunca le gusta divulgar sus errores. Todo empezó
cuando salía a la ventana desnuda y se quedaba mirándome...
- ¡A mí también me hacía lo mismo y no me fui con ella!
- Sí, pero tu eres..., el caso es que el día de
nochebuena ¿Te acuerdas? Cuando se rompió la escayola, yo me marché antes andando
para dejaros el coche para traer a Bormano. Fue por el camino, antes ya la
había visto en algún bar bailando y mirándome, entonces, cuando iba para casa
intentando mantenerme en pie, apareció ella por la otra acera y se acercó a mí,
después comenzamos a hablar y me invitó a un café en su casa; solo un café,
pensé, no es nada malo y luego me marcho, pero una cosa lleva a la otra y
bueno, prefiero ahorrarte los detalles.
- Por eso llegaste más tarde que nosotros a casa -
puntualizó haciendo memoria.
El comentario cayó al silencio al que dio lugar la
conclusión del relato. No quería hablar más de ello, no quería volver a
recordar algo que todavía me provocaba una desagradable sensación, y sobre todo
recordar esa desagradable sensación que provenía de algo que hace ya tiempo
resultaba absurdo por no tener sentido. Sin embargo, por primera vez en dos
años pude sentir cómo el extraño peso que oprimía mi cabeza cada vez que lo
recordaba se iba evaporando lentamente hasta desaparecer por completo, era como
si ahora la carga fuese de Isaac y tuviese que soportarla él. Parte de mi
conciencia se había quedado tranquila y para celebrarlo vacié un cuarto de la
botella de un trago, la garganta carraspeó un momento pero tras un breve
instante puede volver a juntar los labios. Isaac parecía dubitativo.
- ¿Y por qué me lo dices ahora? - preguntó.
- ¿El qué?
- Lo de la vecina, no lo entiendo - respondió extrañado.
- Supongo que será porque ya me da igual que se sepa,
nada cambiará porque lo sepa alguien más aparte de mí.
Isaac esbozó un amago de sonrisa sarcástica.
- Creo que hace mucho tiempo que da igual que se sepa,
nada hubiese cambiado, a nadie le importaba.
- A nadie no, a mi me importaba todavía.
Isaac parecía estar inmóvil con la vista clavada en un
suelo que no distaba apenas veinte centímetros de su cara. Sin embargo de su
delgado cuerpo surgió una voz tenue.
- Tú ya no eres nadie, ni yo tampoco, a nadie le hubiese
importado que lo hubieses dicho antes.
Y esta vez fue él el que cogió la botella y le dio un
buen trago. Me levanté del suelo e intenté coordinar unos pasos coherentemente,
pero mi cuerpo ya no reaccionaba sincronizado a los impulsos de mi mente. Isaac
con la botella en la mano me miraba, podía sentirlo sobre mi espalda, cómo
clavaba su mirada sobre ella siguiendo su rumbo. Me giré pero no era cierto lo
que había imaginado, solo su botella en la mano concordaba con la ilusión
creada, simplemente miraba un suelo que seguía a veinte centímetros de su cara
con la vista clavada muy lejos de él, mucho más profundo, tal vez en el
infierno. Parecía una estatua. Parecía muerto. Sin embargo solo dormía con los
ojos abiertos, como un fantasma. Miré la botella medio vacía que tenía en la
mano, era la última de las dos botellas y no quería que se rompiese, prefería
terminarla yo mismo, intenté acercarme hacia ella pero tropecé con algún
obstáculo invisible cayendo pesadamente contra el suelo. La baldosa estaba fría
y sucia de polvo, la luna en el cielo encima de las luces. Miré la botella
desde el suelo y moví la pierna derecha dos o tres centímetros hacia la pierna
izquierda. Luego me dormí.
Al despertarme levanté la cabeza y algunos giraron la
cabeza para observarme mientras pasaban sin detenerse, otros no. Conseguí
levantarme y comencé a caminar hacia cualquier lugar donde no hubiese nadie,
quería estar solo. Mientras buscaba ese lugar todo el pensamiento giraba
entorno a Isaac, no entendía cómo había podido marcharse dejándome tirado en
medio de la acera, solo sé que había desaparecido otra vez, seguramente se
había despertado y se había marchado sin mirar siquiera cómo estaba. Me
resultaba irónico, casi sarcástico, el pensar que había estado tirado en la
acera toda la noche y parte de la mañana sin que nadie hubiese reparado en mi
situación, era como si sobre la acera solo hubiese habido una caja de cartón o
una mierda de perro, podría haber estado muerto y todo hubiese seguido rodando
de la misma forma, no por ello alguien hubiese aminorado el paso de su marcha y
mucho menos se hubiese detenido. Yo tampoco. Me dolía la pierna derecha un
poco, lo que hacía que cojease levemente de esa pierna. Por fin encontré un
lugar un poco más apartado y me senté en un banco, el sol ya estaba bastante
alto en el cielo azul y a esa hora emitía sus rayos fugaces de invierno, aunque
no hacía calor. Seguía sin entender cómo Isaac no había hecho nada por mí; en
los días pasados había escuchado tantas veces que me quería, entre besos en el
cuello y en los labios, con la mano bajando por la espalda en su recorrido de
caricia continua, que incluso había creído que podía ser cierto. Y tal vez lo
fuese, no lo sé ni lo sabía entonces, en los dos últimos años nuestro
comportamiento había sido tan voluble que los acto y los pensamientos se habían
desdibujado en una mezcolanza extraña y difusa. Decía quererme, y sin embargo
muchas veces había demostrado lo contrario, una forma extrañamente sutil de
demostrar ciertos sentimientos; aunque por otra parte había sido el único punto
de apoyo en el mismo tiempo. El amor, el odio, la amistad y la indiferencia en
muchos momentos nos habían forjado una unión casi indisoluble. Todavía
recordaba cómo le había intentado curar la herida, los meses de decadencia
hasta llegar al agujero más profundo, la pérdida del coche que conseguí a base
de kilos de chatarra y las noches donde los tres, él yo, y la botella habíamos
acabado haciendo círculo alrededor de una música inexistente. De todas formas
no era la primera vez que desaparecía, ya lo había hecho anteriormente y lo
volvería a hacer. No lo necesitaba, ni a él ni a sus besos borrachos en
ginebra; ni lo quería ni me atraía, nunca lo había hecho ningún hombre y mucho
menos él, no quería volver a sentir sus manos sobre mi piel de nuevo, con las
manos sucias de mugre, casi tan sucias como mi propia piel; y sin embargo podía
percibir que todo aquello era un peso más ligero que el de mi propia soledad,
el mero hecho de pensar en una soledad tan absoluta ya me inquietaba, y aunque
ya me sentía como un perro vagabundo todavía necesitaba el espejismo que
imitase la ilusión de una compañía. Era la única persona que todavía mantenía
la mirada en mí durante más de un segundo antes de girar la cabeza y seguir
caminando, mejor algo que nada.
Finalmente me levanté del banco y me marché hacia
cualquier parte, daba igual la dirección porque todas conducían al mismo sitio.
Dediqué la mayor parte del día a dicha labor, pensar con los pies no costaba
esfuerzo mental, solo físico, ayudaba a no pensar. Cuando anocheció decidí ir a
la esquina de color rosa, al banco de siempre, y allí, fuese la casualidad o el
destino, estaba Isaac escribiendo bajo la luz de la farola como hacía
habitualmente; entonces me di cuenta, como si durante todo el día lo hubiese
pretendido esconder de mi conciencia, que los pasos habían recorrido todos los
lugares donde lo podría haber encontrado hasta llegar al último lugar, como si
la peregrinación hubiese dado término frente al altar que él significaba. Al
acercarme levantó la vista y me miró despacio, buscó algo dentro de una bolsa
que tenía al lado y de ella sacó una manzana ofreciéndomela. Dudé un instante,
observándole, pero ante la insistencia de mi estómago solo pude cogerla y
morderla. Era lo único que había comido en todo el día. Mientras comía la
manzana en silencio buscaba las palabras que quería decirle a Isaac, la
explicación a su comportamiento, pero Isaac terminó antes de escribir y
aclarando la voz comenzó a leer.
- Dice un viejo proverbio oriental que no le importa al
jardinero cuántas veces se pinche con las espinas si la rosa que florece en su
jardín es hermosa. Sin embargo todo depende del tamaño de las espinas y del
dolor que produzcan, la belleza de la rosa puede no compensar siempre dicho
dolor. Ello va en relación a la consideración de la belleza como un bien
imprescindible o como un valor absoluto. Si se la considera un bien
imprescindible puede suceder que el dolor de la espina sea superior a dicha
belleza, por lo que aunque necesaria para la supervivencia del jardín la rosa
podrá ser cortada perdiendo su sentido la existencia del jardinero. Por el
contrario, si dicha belleza es un valor absoluto ningún dolor podrá ser lo
suficientemente grande como para superar a dicha belleza, por lo que la rosa
permanecerá en el jardín como la roca ante la ola que la devora, entonces la
sola presencia de la rosa aliviará el dolor de las espinas y la existencia del
jardinero seguirá manteniendo su sentido.
Isaac acabó de leer y me sonrió, luego me besó suave y
largamente en los labios. Le miré aturdido, era como si con el beso hubiese
robado la palabras de mi boca; todo lo que quería decirle se había desvanecido
de repente.
- ¿Dónde te habías metido? - pregunté al fin tontamente.
- Por ahí. ¿Y tú? - respondió.
- Por ahí, ya sabes.
Quería decirle muchas cosas, y se las hubiese dicho,
durante el día había ido formando en la cabeza todo aquello que debía expulsar
sobre Isaac y que antes o después habría de hacerlo. Sin embargo tras
escucharle algo había cambiado, y es que todavía albergaba la duda de saber si
su compañía era un bien imprescindible o un valor absoluto.